EXCÉLSIOR [Razones]:
¿Qué hacemos con López? (Pág. 12)
Jorge Fernández Menéndez
Decíamos en 2006 y lo reiteramos hace algunas semanas, que López
Obrador no es un mentiroso, es un fabulador, un hablador, siguiendo la
definición de Harry Frankfurt en los libros On Bullshit y Sobre la verdad. Es
un hombre que manipula y crea su propia realidad y sobre ella opera. Como es su
realidad, no admite discusiones ni divergencias sobre ella. Nadie se debería
sorprender, por ende, que López Obrador haya desconocido la elección del
domingo, haya dicho que hubo fraude, que los medios manipularon al electorado y
que quienes no votaron en su favor, casi 19 millones que votaron por Peña, 12
millones y medio que lo hicieron por Josefina y el poco más del millón 200 mil
que lo hizo por Quadri, “votaron por respaldar la corrupción”. ¿Alguien
esperaba otra cosa?, ¿alguien había creído en la República amorosa?
En realidad López Obrador no ha aceptado jamás una derrota, en
ningún ámbito. No lo hizo cuando fue un joven dirigente del PRI, al que
abandonó porque no le dieron la candidatura de Macuspana, pero tampoco
reconoció su derrota en las elecciones en Tabasco, en las dos ocasiones en que
compitió, en 1988 y en 1994. No aceptó los resultados cuando sus candidatos
perdieron procesos internos del PRD (¿no recuerdan el caso Juanito en
Iztapalapa?) y obviamente no reconoció tampoco su derrota en la presidencial de
2006. Hace unos meses Marcelo Ebrard terminó resignando la candidatura
presidencial que se podría haber llevado, porque sabía que López Obrador no
aceptaría que hubiera otro candidato más competitivo y rompería, como ya lo
había adelantado, la coalición de izquierda, si él no era el elegido. ¿Nadie se
ha preguntado cuál es la lógica que priva en un hombre que jamás en su ya larga
carrera política ha reconocido una derrota?
El tema es fundamental para el futuro de la izquierda, porque ya
en 2006 se dilapidó un enorme capital político. Si López Obrador hubiera
reconocido los resultados ese año y hubiera aceptado la oferta de cogobernar
legislativamente con el régimen de Felipe Calderón, no sólo hubiera acrecentado
su esfera de poder, sino que difícilmente el PRI hubiera podido resurgir del
abismo en el que lo dejó la candidatura de Roberto Madrazo. Que la opción de
una izquierda moderada y con mayor actitud y capacidad de diálogo era posible
lo demostró, en el DF, Marcelo Ebrard, y lo acaba de reafirmar con una victoria
abrumadora, que duplica en porcentaje de votos los obtenidos por López Obrador,
la de Miguel Ángel Mancera. No sólo en porcentaje: Mancera obtuvo medio millón
de votos más que López Obrador en el DF.
Pero no es sólo Mancera. El PRD venció al optar por candidatos
moderados, en Morelos, con Graco Ramírez, un hombre que siempre ha privilegiado
el diálogo, y en Tabasco, con Arturo Núñez, un político que creció y se
consolidó en su larga carrera, por ser, sobre todo, un gran concertador entre
diferentes posiciones políticas. Y si la intransigencia no hubiera privado en la
izquierda, al llevar a dos candidatos enfrentados a la gubernatura, Enrique
Alfaro hubiera podido ser un candidato aún más competitivo en Jalisco.
¿Por qué López Obrador no acepta las derrotas aunque dilapiden el
capital político de su partido? Por varias razones, pero la principal es que se
cree un hombre especial, imbuido de una misión, un hombre con una visión
religiosa de la política que le permite decir, sin sonrojarse, que quienes no
votaron por él lo hicieron por avalar la corrupción (como si la misma no
estuviera, además, infiltrada en todos los partidos incluida en forma destacada
su propia campaña política) o por masoquismo. Y al mismo tiempo que cuestiona a
los electores, a los medios, a las instituciones, tolera, acepta y cobija a
políticos impresentables, incompatibles con una línea progresista y en
ocasiones corruptos, desde René Bejarano hasta Manuel Bartlett.
Pero hay un punto adicional: López Obrador radicaliza su posición
y desconoce las elecciones porque es la única manera de mantenerse vigente. Al
radicalizarse obliga a su partido a seguirlo porque sus incondicionales, como
lo hacen cotidianamente con quien no esté de acuerdo con él, acusan de traición
y persiguen, como auténticos camisas negras del fascismo, a sus adversarios,
sobre todo si son de su misma corriente política. Que el domingo hayan estado
junto a López Obrador personajes como Cuauhtémoc Cárdenas (que el viernes
declaró que no veía signo alguno de que se estuviera gestando un fraude
electoral), como Juan Ramón de la Fuente, como Ebrard o Manuel Camacho, y que
el lunes no hayan aparecido en la controvertidísima conferencia de prensa
convertida en mitin y tribunal inquisidor contra los medios, es algo más que
una señal. Los rostros de Jesús Zambrano, Luis Walton y, en menor medida, de
Alberto Anaya, en ese mismo encuentro, también dicen mucho de las divergencias
que existen en el perredismo.
El PRD y sus aliados esta vez tendrán, espero, que tomar una
decisión.
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